Telón y fin del espectáculo.

La función se terminaba, las luces se encendían de a grados. Estaban quienes habiéndose aguantado se levantaban los primeros. Aquellos que todavía se encontraban sentados los seguían con sus miradas. ¿A dónde irán? Al baño a callarse, a extender el silencio que mientras más se alarga más dulce se vuelve. Quienes comparten su silencio, aquí se convidan de una soledad apacible. Y el pensamiento se vuelve puntadas bregando por cruzar la frontera. Pero el “no aún” de unos labios que se cierran, persianas que salivan y respiran por entre los barrotes, callan ese impulso —aquí cobarde— a hablar. ¡Cuánto se puede compartir sin compartir!

En la vereda nocturna se fuma. El “¡Oh!” de unos labios acomodados a la circunferencia del cigarrillo, el “¡Ah!” de tragar el humo, el “¡Eh!” de soltarlo a medida se desinfla el pecho hasta convertirse en un “¡Uh!”. Y el “¡Ih!” no existe porque es unión de términos separados. Es el nuevo orden vocal O-A-E-U, acompañado de la única consonante muda.

El ensimismamiento es moneda corriente. Los faroles alumbran de modo verticalista porciones de asfalto por sobre las que ruedan ruedas, aterrizan cabizbajías que rumian soledad. Las cervicales encorvadas extreman en ojos que elongan hasta la punta de los pies jugando y acariciando la superficie de apoyo, vereda embaldosada, irregular; por doquier montículos formados por el levantamiento de raíces arbóreas que lentas pero seguras, ocultas pero ciertas, hacen de su expansión una sublevación.

A todos quienes se encuentran allí los ha congregado el espectáculo que ha terminado. Y es a sabiendas del fino y bello cristal que los rodea que ellos callan. Callan porque conocen la delgada lamina que se resiente de la mínima vibración hasta quebrarse. En esta temperatura meditabunda, en este clima de epílogo ciudadano, no hay fogata que valga. Parece haber, únicamente, una amenaza latente en forma de palabras —espada de Damocles— que puede llegar a barrer esta paz voluntariosa.

Oponiéndose a ciertas costumbres establecidas, el éxito de algunos espectáculos se mide no en razón del vigoroso aplauso, sino en cuanto a una forma alejada de esta; alejada por polifacética y engañosa: inexpresión de una expresión: gravedad que se confunde con rudeza. Y todo este ambiente de seriedad tácita se va derrumbando, perdiendo fuerza, cediendo su lugar protagónico a medida que los espectadores abandonan la reunión sin formalidad alguna. Se van vaya uno a saber dónde, vaya uno a saber si importa, vaya uno a saber si se aleja el cuerpo pero el alma se queda. Azaroso como el inicio de un juego de billar, una fuerza extraña rompe con el orden triangular y se disgregan los cuerpos hasta que queda la última, hasta que queda el último, y desvanecido todo rastro de importancia que reclama para sí un silencio improrrogable, se dice a sí misma, se dice a sí mismo, ahora sí en voz alta y coronado por una sonrisa: “qué bueno estuvo…”

Bowling punki

En un lugar todo rotoso, descascarado y hecho jirones, un grupo de decadentes jóvenes practican lo que han dado en llamar “Bowling punki”. Conformados en forma triangular, los envases de cerveza (de vidrio) hacen las veces de bolos. Las bolas que los derriban, sus cabezas. Los brazos y manos que dan impulso en una situación de normalidad del reglamentado bowling, sus cuerpos que se abalanzan deslizándose por el suelo pegoteado —verdadero pot-pourri—. Derriban la estructura, se dañan y se reincorporan haciendo de cuenta que no les duele. El que más ríe, siempre es quien acaba de tirarse. Empezaron a hacerlo no bien acabaron con el contenido del primer envase. A medida se iban acumulando, hasta formar el triángulo con la cantidad normada por el bowling, el juego se practicaba con mayor empeño y fervor. El ánimo competitivo, de manera contradictoria, se exacerba en el fuero interno de cada uno del grupo en razón de cuánto enmascaran el dolor y del papel de desapercibidos que interpretan. Cuando no les llega aún el turno de lanzarse ellos, las fauces sádicas se relamen en un efecto pavloviano a la espera de que se derrame la primera gota, sea transparente y salada, o roja y oxidada. El ruido de los derribados es tanto el del vidrio que choca centelleante como el del jolgorio del no future. La música que reverbera en la habitación, aprisionada por el pequeño espacio, que empuja a topetazos los órganos de la escucha, no lo tome por sorpresa a usted, es un punk que se desangra desde un precario sistema de audio; el bajo galopa inagotable en una musculatura fibrosa, la batería marcha, la guitarra corta, la voz desgarra.

Los cócteles molotovs activistas fueron desplazados por alcohol barato llamado euforia y de apellido jaqueca. Segundo nombre: vómito. Las menos de las veces con puntería. El inodoro es la diana. Las arcadas se superponen al canto, el “blaargh” parece que dijera “war”, y el “riot”… el siguiente espacio en blanco está destinado a que cree usted su onomatopeya vomitiva:__________. Fill the blanks as pollock would. La mañana de resaca es el momento de la reconstrucción. El revisionismo histórico a corto plazo. Limpiar tan solo porque el olor resulta insoportable. En el suelo hay sangre que no quiere salir, como la mancha del fantasma de Canterville. ¿De quién? ¿Quién ganó el juego? El espejo da una primera pista respecto a cómo encajan las piezas. Lavado de cara y de unos labios teñidos un vino tinto queer y proletario. Vino… sí ¿qué más? ¡cerveza, claro! ¡el juego! Las ojeras anémicas de vampiro ¿a qué se las atribuimos? A la noche, a la extensión de la jornada. Las puntadas en el pecho… ¡me han intentado clavar una estaca! Malditos humanos asustadizos. Maldito… tabaco, eso, maldito tabaco que deshidrata. Soy una pasa de uva.

Hacer el parte con migas variopintas dejadas por un Hansel y una Gretel ya crecidos. Y ascendiendo la vista en el espejo hacia los ojos, unas lagañas. Pistas de una reacción orgánica al dolor y la pena. Finalmente, en dirección a la frente, ese paragolpe de la vida: un corte. Encascarado por sangre seca. Después de todo fui yo. Anfitrión boicot. ¡Se van de mi casa pirañas! Se acabó el juego, ya tienen a costa de quién festejar. ¡Laissez moi! ¡Disgregadce! ¡Outta here! Que le ha llegado el turno al algodón de sanar mis heridas.

Casuística de los escritores unidimensionales, o: de la casi infructuosa distinción entre estilo y contenido.

¿Cómo encontrar la manera en que el estilo se acomode al contenido en la escritura, sin que ninguna de las dimensiones reniegue de su contraparte? Conozco el caso, por ejemplo, de un muchacho que intentó escribir personajes inteligentes. Tan inteligentes los intentó escribir que ocurrió que estos comenzaron a renegar de lo que el muchacho les quería hacer decir. Sucedió que estos personajes empezaron a escribir a su escritor. Peleándole, diciéndole al oído “no, no y no. Fíjese que yo no diría tal cosa. Más bien diría esta otra…” y así. El muchacho se prometió nunca más intentar escribir este tipo de personajes, reñidores de carácter. Su estilo era más bien seco, pero sus personajes empezaron a terciar por un mayor protagonismo de ciertas formas ampulosas y florituras marginales. Al final el asunto entre escritor y personajes terminó con una huelga de sus personajes, quienes comenzaron a actuar tontamente. El escritor terco siguió adelante con su escritura. El resultado fue un texto desfachatado, bastante incómodo y con problemas de convivencia.

Conozco el caso también de una joven escritora que queriendo hacer una pequeña novela de época —argentina del siglo XIX creo que era— y sabiéndose ignorante de tal época, optó por abarrotar sus páginas de descripciones espaciales y de objetos de aquel tiempo. Se empeñó en un estilo tan objetivo, que su novela terminó pareciéndose a un catálogo de subastas especializado. Y como los objetos no piensan, ni se mueven por sí solos, ni mucho menos hablan, la novelita terminó siendo un conjunto amuchado de cosas juntando polvo y pelusas en habitaciones vacías de personas. Sin olvidar ella las vestimentas, ocurrió que no teniendo personajes y personajas que las cargaran, las mismas, sin fuerzas para abrir una cómoda, o poner en uso unos cuchillos y tenedores, decidieron guardarse bien dobladitas en un armario. Al final, lo que quedó del escrito pudo leerse de la siguiente manera: “En una habitación así y asá, donde había tal y cual cosa, que se encontraban dispuestas por allá y acullá, ocurrió que no ocurrió nada.”.

Tengo por caso el de un viejete poco espontáneo que renegaba con la polisemia del lenguaje. Un señor que decía y se desdecía constantemente. “Un pasito pa’lante y otro pa’tras” como dice la canción. Se decidió a escribir algo en clave de humor, pero temiendo la confusión del lector, explicaba todos sus chistes y agudezas. Era un viejete muy grave y deseaba ser tomado en serio; deseaba que lo lean con el semblante de un mateador atribulado. Su intento de humor fue lamentable porque abundaba en su búsqueda de claridad. Era un tartamudo contando un chiste de “mamá, mamá”. Le tomaba unas páginas escribir algo gracioso y unas cuantas más deshilvanar la gracia para que no haya lugar a dudas. Si se lo escuchaba hablar —y a menudo uno escribe como habla— introducía sus intentos de hacer reír diciendo: “atención que voy a contar un chiste”.

A lo escrito con anterioridad inmediata se le opone una circunstancia antinómica. Es el caso de quienes en demasía se revuelcan en el humor. O se tropiezan una y otra vez con él. Es una posición cómoda pero peligrosa la del humorista recalcitrante. Más aún, a menudo cómoda en la incomodidad. Suelen ser escritores de las alturas porque el humor lo sobrevuela todo, a veces sin nunca aterrizar. El humor sirve pa’ que duela menos, pero a veces hace que nunca deje de doler. Se ríe de la caída porque anda a paso suelto y despreocupado. Conocí a un hombre que se reía de todo y su escritura poco más hacía uso de otro recurso que el monosílabo “ja, ja, ja”. Le pregunté: “oiga usted, que se ríe a mandíbula desencajada ¿acaso no sabe llorar?” Me confesó que en su risa, en su respuesta orgánica al humor, a menudo oía un llanto. Y en oyendo esta terrible semejanza, se mandaba al silencio. Me presentó una vez un borrador suyo y lo que pude leer fue lo siguiente: “Ja, ja, ja, ja, jua, jua, jua, jjjjjj, jjjjj, ¡mua! ¡muaaaaaa! ¡muaaaa! Ja, ja, ja, mmmmm, mmmaaa, ¡mamáaaaaaa! ¡mamáaaaaaaa!

A riesgo de aburrir o cansar al lector —y aprovecho la oportunidad que me es servida para mencionar otro caso de  deformación unidimensional: se trata del escritor que tiene siempre presente en su escritura a un lector virtual—, detendré la enunciación de casos aquí. Enumeración que si de un criterio de exhaustividad se tratase, cumpliría con su propósito, pero de una manera accidentada en cuanto exhaustaría antes al lector que los ejemplos.

Todos estos escritores y escritoras he sido y son yo.

La escueta pregunta que principió este texto fue un esfuerzo por desentrañar en qué consiste la armonía y consistencia de un texto literario. La armonía sugiere que no hay espacio para la unidimensionalidad. Una escritura unidimensional puede serlo en varias direcciones, como los casos esbozados se encargan de apuntar. Puede ser una escritura del género; una escritura del arquetipo (pecado que un poco he cometido en el presente texto); una escritura con un claro protagonista. Una literatura del plan “A” también cabría agregar en este conjunto.

Por supuesto que la distinción entre contenido y estilo es una diferenciación momentánea, puesto que en la manifestación material y en la ejecución, ellos dos aparecen juntos e inseparables. La distinción es la división momentánea de dos imanes en un espacio reducido que a fuerza de unas manos entrometidas son separados para volverse a juntar en cuanto dichas manos desaparecen. Contenido y estilo es el amor estrujado en abrazos de una pareja en una cama. Inclusive se hace difícil, si no imposible, pensar si hay alguno que comande al otro y por ello, uno de los dos sea consecuente del otro. Digamos que estilo y contenido es un vehículo de doble volante, o timón; por tierra, agua y aire la escritura vive y se traslada.

Insistiendo en que es posible hacer una distinción, a menudo me encuentro bajo la impresión que cuando leo contenido leo algo y cuando leo estilo leo a alguien. Quizás la diferenciación entre algo y alguien venga de la diferencia entre objeto y sujeto, y la mayor manipulabilidad que existe sobre el primero y la menor sobre el segundo. Si de una metáfora del mundo físico se tratara, diría que la manipulabilidad del objeto remite a unas manos asiendo un sólido, y la del sujeto —o el estilo— a un líquido que se escurre por entre los dedos transpirando por las porosidades del tejido que es la piel. El mundo del contenido, o del objeto, es preexistente al del sujeto, mientras que el mundo de este último, o del estilo, nace con el nacimiento y muere con la muerte. La manifestación metafórica, —visual y táctil— que di sobre el objeto más arriba —o que di más abajo, según se tenga la concepción de que la escritura se construye desde lo bajo hacia lo alto o viceversa—; aquella metáfora sobre las manos asiendo un sólido fue hecha también en vistas a pensar la transferibilidad de un cuerpo solido de una persona a otra. Como si de un juego de pasar la pelota en una ronda se tratara; rastrear esta última es mucho más sencillo y palpable que si de rastrear el líquido (o el estilo) fuera. El contenido, como aquello que preexiste al sujeto es mucho más verificable en su genealogía y orígenes que aquel mundo del estilo que nace y muere en el espacio de una vida. Estilo y contenido son coetáneos mas no contemporáneos. Como el contenido en cierto sentido por su carácter de pre existencia tiene una maduración previa a su contraparte, esta última debe a menudo luchar por la maduración y el alcance de aquella. A riesgo de confundir (me y le), es preciso señalar que la relación que indico, es una relación de antecedente cronológico; mas no de antecedente y consecuente. Porque como he señalado con anterioridad, en su existencia verificable, ellos dos son coetáneos y no existen el uno sin el otro. Son soportes de soportes. Aunque pueda ocurrir, como mostré en el catálogo de casos, que entre ellos no se soporten y renieguen de su adyacente. Contenido y estilo no existen sin el otro por la sencilla razón de que no existe objeto sin dirección y no existe dirección sin objeto.

A riesgo de agregar más de la cuenta —la adición se transforma en sustracción en cuanto transgrede los límites prudentes de la necesidad— lo dejemos aquí. Contenido y estilo es una adición de dos términos: en donde contenido es 1 y estilo es 1, y 1 + 1 = 1.

De visita

Resulta que después de la lectura de un escritor de por mis pagos (yo soy argentino); un escritor de disposición inventiva y diestro en el ámbito de las palabras (al cual se aboca la disciplina de la palabrística); resulta que me comenzó a dictar al oído. Es preciso aclararlo ahora antes que el lector se sienta desamparado: a mí no me gusta que me hagan adivinanzas, pero sí me gusta hacerlas. Creo que estamos en la misma usted y yo. Pero a pedido de este escritor, de cara que se asemeja a un druida, no develaré su nombre. De personalidad humilde, y como dijo alguna vez Borges: hombre que no se cansaba de ocultar, antes que mostrar, su inteligencia proverbial; me ha pedido él que oculte, pues, su nombre. ¿Me sigue por dónde voy o todavía le quedan algunos cabos sueltos? Bueno, por suerte nuestro querido escritor y quien me dicta no es tan riguroso así que me ha dejado revelar algunas pistas más. Pues su nombre es el masculino de un país que linda con Grecia; y sus iniciales de nombre y apellido son las que comprenden el insulto yankee que es unión de dos palabras: Mother fucker. Y… ¡hasta ahí nomás! Me ha dicho él, tan adepto a los juegos, mucho más si son entre autor y lector.

Pues resulta que imbuido de su inventiva y divertida manera de escribir, se me apareció y me comenzó a dictar (me está dictando ahora mismo). “Espérese un momentito don” le dije, “sin tanto apuro que nada funciona bien con urgencia”. Cuestión que siempre que escribo acostumbro a tomarme unos amargos, así que puse la pava al fuego y armé de yuyos el poronguito. Pero como al hombre no le gustaba tanto lo serio (con todo lo amargo que tiene lo serio), me dijo que se lo endulce un chiquitín nomás. Y ya que andaba con ánimos de jugar y de reírse un poco, se lo endulcé con edulcorante Chuker™ y le quité todo lo serio al mate.

Ocurrió que entre tanto mate fiero y dictado medio que nos aburrimos y me pidió salir afuera, que le muestre un poco de mi barrio. De mirada viva y fugaz escudriñaba todo a su alrededor con visible interés. Cuando me le quedé mirando medio que embobado por la marcada fascinación que sus ojos mostraban por ver un tiempo al cual no pertenecía, me convidó de su verdad como confidente y me dijo: “Verás, es que no me puedo quedar tanto tiempo contigo, así que quiero ver todo sin hacer desuso del tiempo que me queda en tu compañía; por eso estaba medio que apurado al principio cuando te empecé a dictar (y cuando te dicto ahora)”.

Seguimos caminando unas cuadras hasta que el viejo se detuvo en una esquina y se quedó un rato rumiando. Como buen acompañante de un visitante, me le quedé parado al lado, sin distraerlo de sus cavilaciones, dejando que se aclimatara él no más a tan extraño paisaje. Cuando lo descubrí perplejo luego de prolongado pensamiento le dije: “es un semáforo viejito”, “ya sé que es un semáforo hombre” me dijo con severidad, “tampoco morí hace tanto tiempo niño. Pero ahora dime ¿por qué se quedan las gentes paradas si no viene auto alguno?” “Porque está en rojo para los peatones”, “Porque está en rojo…” me repitió socarronamente y con algo de desdén. Un cachito más se quedó viendo la esquina hurgándose la barba cenicienta y maliciando algo al que media sonrisa pícara le hacía de preludio. Me preguntó si se podría quedar algunos días más en mi compañía y le dije que sí. Parados todavía en la misma esquina y como quien da la orden de partida me dijo: “sabe hombre, como que empieza a principiar el hambre ya…”

Así que retornamos a mi casa y sin ánimos de esmerarme más de la cuenta le preparé una polenta que me elogió y agradeció en repetidas ocasiones. En la sobremesa (no confundirse con “sobre la mesa”), me siguió (y sigue) dictando. Nos tomamos unas grapas, y con la confianza que confiere a las personas el compartir aguardiente cualquiera, me le confié y le pregunté: “¿y para qué me hace escribir don?”, “’¿para qué?”, largó un soplido a modo de risa, “pues  para vengarse de haber leído tanto hombre; esto ya lo he dicho antes y te lo re-digo”. Largué un “Ahhh…” a modo de admiración de una verdad que se me escapaba y en vistas a que se extendiera en el abordaje de la afirmación. Pero la explicación no se presentó. Medio que me vio el viejito haciendo fuerza mental para entender lo que me había dicho y continuar escribiendo ya en la segunda hoja que apenas estaba rayada (¡ya me había dictado una hoja entera!), “pero bueno, pero bueno, salgamos a vueltear por el barrio que está bonita la noche”, “¿y el barrio?” le pregunté y no me contestó. Figúrese usted señor lector cuánta razón tenía mi visitante respecto a la bonitud de la noche, que era de verano, y de esas en las que puede uno salir en remera, pantalones cortos y alpargatas. (Los calzoncillos y medias no son imperantes). De todas maneras, con todo lo vergonzoso que acarrea la más tierna juventud de los veinte y un años, o “veintiún” como le decía yo, decidí ponerle medias a mis alpargatas y calzoncillos a mis pantalones cortos o “shorts” como las reglas de estilo de la época demandaban llamarlos. Él, mi acompañante, con todo lo impúdico y corajudo de su vejez, salió vestido al modo de su época. ¿Qué iba a hacer sino? Uno no puede desentenderse de la época a la que pertenece…

Ya en la primera salida por el barrio me había llevado varias miradas de extrañeza hacia mí, que paseaba hablando con tal extraño personaje. Cualquiera diría que me tomaban por loco. Así pues, pateamos por las calles de mi barrio mientras le refería yo alguna que otra anécdota que haya tenido lugar en tal o cual calle, en tal o cual esquina, en tal o cual plaza. Pero el viejito se esmeraba en no alejarse mucho del primer recorrido barrial, por lo cual las historias y cuentos de mis vivencias pronto empezaron a escasear. Y no iba a ser cuestión de comenzarme a repetir. Porque yo tenía mis reticencias con repetirme, quizá por algún temor… a aburrir, o peor aún, a aburrar.

Lo que me hubiera gustado mostrarle todos los perros callejeros que tenía apodados… por suerte llegué a señalarle unos cuantos en la ruta que mi compañero comandaba. Estaba “Alambre”, estaba “Tripartito”; tres patas tenía nomás el pobre. Pero viera usted cómo se las arreglaba, y cuando nadie le jugaba un boleto. ¿Quién más estaba? ¡Ah sí! “Motoneta” se acercó a saludarnos, viejito y chiquito de ladrido que se asemeja a una. También nos cruzamos con el “ya te vimos”, que como acostumbraba me miró de soslayo y con desdén. Perro aristócrata renegado y escapado, pero que no podía renunciar por completo a sus modos y gestos adquiridos en un Country y en compañía de “La familia modelo”. Figúrese, una familia de modelos de profesión toda: siempre he escuchado hablar de ellas, pero nunca he visto una. Hallo que ha de ser muy bonita y agradable a la vista. Al último nos cruzamos con el “policía vestido de civil”.

Pero en fin, me he dejado ir y el viejito dictante me avisa con premura que no olvide la esquina. Así que allí estamos, en la esquina semaforeada que el lector ya conoce.

“¿No me presta una ayuda con esta tarea joven?” me dice. “Cómo no, por usted, don, lo que mande”, le replico. Y cómo será que ésta mano que le estaba alargando al viejito, me terminó jugando en contra. Me salió el tiro por la culata como dicen; o peor aún, no salió tiro siquiera, (más defectuosa imagínese lector, sería arma que no tire en absoluto). Sin saberlo yo, había accedido a cumplirle un servicio de los más abyectos… un verdadero acto de “desorden social”. “Tome, tome. Vamos a pintarlos”, me dijo mientras me alcanzaba una lata de pintura negra más un pincel, y señalaba con la nariz y el ceño los semáforos. “Pero nos van a ver” le había dicho yo, descartando el intento de convencerlo a través de un argumento de tipo decimonónico como: “pero esto es un disparate”, “no señor, un sinsentido de los más estrictos”, “completamente irracional su accionar”, “un atropello a la civilidad”; y muchos otros que cabría imaginarse. “Sin miedo hombre ¿o no sabe usted que las gentes duermen de noche?” ¡Qué hombre, qué hombre aquel…! que a cada planteo mío le tenía su consiguiente negación. Realmente me encontraba deslumbrado por su sabiduría.  Y es que claro: se duerme de noche, y se está despierto de día. Esto lo puede comprobar cualquier espíritu curioso y corajudo que esté envalentonado a renunciar a una noche de dormir para salir a la ciudad y verificar que efectivamente como se dice: “en la noche se duerme”. Yo, por lo pronto, era la primera vez que confirmaba tal verdad, y como es lógico, la primera ocasión en que no dormía de noche.

Pintamos las luces de los semáforos de la esquina y al ratito nomás picamos hacia otras esquinas con otros semáforos para hacer lo mismo. Los pormenores de las pintadas, o despintadas, si se tiene en cuenta que nuestro juego era opacar las luces de los semáforos, carecen de importancia o de suceso alguno más allá del señalado. Francamente creo que habremos entablado en palabras en dos o tres momentos de esa noche luego de la primera pintada con mi visitante e inquilino por unos días. Haciendo el recuento no bien llegados a casa, calculamos que habíamos cubierto en esa noche cuatro cuadras completas.

“Al día siguiente” dicta la famosa fórmula literaria, sólo que aquí, por el contrario, utilizaremos la menos conocida “a la noche siguiente”; lo mismo: pintamos.

En semana de tiempo transcurrido mi barrio estaba todito cubierto o “saboteado”, como por aquel tiempo pensaba a causa de dilemas morales que no me detenían, pero sin lugar a dudas me preocupaban. No confundir con pre-ocupaban; es decir, me ocupaban en aquel momento. Me presente-ocupaban. Algo de lo absurdo de la situación y de abandonar el timón por un rato me traía desconcertado. Casi, casi que como… “¿Por qué decía usted don que me hacía escribir? Me gustó esa frase suya, pero todavía…” “Calle, calle hombre, que va usted de lo más bien”.

El barrio se veía desprovisto de autos. Los conductores a falta de la rigurosidad urbanística que se necesita para andar en auto decidían caminar nomás. “Para caminar sí que no hacen faltas semáforos” se decían unas viejitas en la vereda. El barrio se había aclimatado rápidamente a la falta de semáforos al punto de organizarse en contingentes que vigilaran las entradas al barrio donde ocurría a menudo que algún auto con su correspondiente jinete entraban ingenuamente para luego huir despavoridos relinchando las llantas. Oí decir una vez a uno de los encargados de estos contingentes: “No. Mire señora: aquí nos manejamos así.”, a lo cual la señora respondió con una injuria creyendo que le tomaban el pelo con las acepciones que “manejar” podía cargar en tal circunstancia. Pero lo cierto es que no todos se lo tomaban a mal. Algunos decidían dejar sus autos y entrar, atraídos por lo exótico, otros por lo intrépido, y vaya a saber uno por qué razones más. El barrio se atestó de caminantes y caminantas, que suena parecido a “camina a sus anchas”, y que aquí no es incurrir en error el confundirlos. A falta de las bocinas que se acostumbraban a oír en épocas de autos, los duchos en el arte musical decidieron salir a suplir el sonido con otros que se le asemejaran como trompetas y saxos. Lo cual rápidamente se desfiguró porque envalentonados otras personas (que no sabían tocar vientos), se les sumaron con bombos legüeros, guitarras, violines y otros instrumentos varios. Al tiempito ya se habían olvidado de las bocinas.

Con el viejito visitante, comprobando que nuestro experimento no resultaba ser perjudicial para la vida barrial, decidimos ampliar la zona de influencia y pintar más allá de las fronteras. A las semanas dimos con que no éramos nosotros dos los únicos que pintaban. Habíamos verificado que en cuadras que no recorrimos, se encontraban semáforos descartados por la pintura negra. Ni mi visitante ni yo, intentamos en momento alguno adjudicarnos el acto. Tampoco nadie indagaba sobre quién lo había empezado. A la gente le era suficiente saber que alguien o “alguienes”, como era este el caso, habían comenzado hacía semanas a pintarlos.

Era un clima digno de verse… a falta del ritmo “semaforil” que regula la circulación, las gentes comenzaron a moverse por la ciudad al ritmo de las improvisadas y espontáneas bandas callejeras que se formaban. La justificación de llegadas tardes a citas mutó de ser: “disculpe. Es que había un embotellamiento” a, “sepa usted perdonarme. Me han tocado cinco cuadras seguidas de zamba”, o también: “pasé por una esquina donde sonaba un vals y sabe usted mejor que yo que el vals se baila en compañía, así que decidimos con mi compañera que primero la acompañaría yo a ella. Por suerte una vez la hube dejado en su destino me tocó un punk, así que no he llegado tan tarde”. El caminar se transformó en danzar y lo “temprano” y lo “tarde” perdió su significación.

Hasta aquí todo muy bonito… cierto es que la ciudad por completa ya casi que estaba transformada; pero quedaban aun pequeños reductos zonales y “gentiles”, es decir, de gentes, no de gentileza, que todavía se oponían a los vertiginosos cambios que en tiempo de un mes habían tocado a mi querida ciudad. Ocurría por ejemplo en los barrios colmados de concesionarias de autos que todavía se veía algún auto por aquí o por allí. También, claro está, había intereses en juego, como las desorbitantes ganancias que estos estériles y frígidos espacios generaban. Difícil es renunciar al bienestar, y como muchos de estos sujetos concebían el bienestar como algo paralelo al dinero, pues peleaban por no ceder y seguir en el negocio auto-movilístico, que por esas épocas tenía poco de movilístico y mucho de “quietístico”. Escuché una vez decir a un jerarca de este tipo de negocio lo siguiente: “Formas de vivir la vida hay muchas, pero una sola es buena, y esa cuesta plata”. De todos modos esa defensa de cosmovisión e interés fue prontamente socavada por ellos mismos cuando comenzaron a sospechar de todo pasible comprador que se acercara al lugar de venta caminando. Los consideraban “infiltrados” y “espías” de la facción caminanta. Los malos tratos son letales para la venta, y así es que la misma, que ya venía decaída, terminó por morir. Algunos de ellos (los menos), concluyeron por abandonar su postura y se abrazaron con los caminantes. Otros huyeron “auto-exiliados” aduciendo que: “con un auto, uno puede ir donde quiera”. Los más trágicos y férreos defensores de la causa terminaron por martirizarse abrazados a sus autos a modo de huelga de hambre.

También estaban los zorros grises, que su trabajo dependía del movimiento de autos. Pero estando acostumbrados al toque de silbato para regir la circulación, no fue muy dificultoso el incorporarlos a las bandas callejeras. Una vez entrados ellos a las bandas se escuchó mucha más murga por la presencia del silbato y por lo jolgorioso de la introducción de nuevas gentes al también nuevo modo de habitar la ciudad.

Los ultimísimos (todavía más que últimos) luchadores por la causa de los semáforos fueron los grandes banqueros, quienes desde la prensa habían intentado desbaratar el nuevo movimiento con títulos periodísticos del tipo: “caos en la ciudad”; “inaudita barbaridad”; “resabio de la anarquía de las épocas del caudillismo”, y otros tantos más. Viéronse acorralados, y como la desesperación aleja, fueron prontamente abandonados por sus bases, esto es: aquellas empresas de seguridad dedicadas al transporte de dinero en carros blindados. Como se sabe que ocurre con el dinero cuando se estanca en terrenos cenagosos, perdió su valor y significación y se configuró en materia de estudio de la disciplina histórica. Los papeluchos que antaño eran considerados bajo el nombre de dinero, sufrieron un acceso de vergüenza, puesto que acostumbrados a encontrarse encerrados en bóvedas oscuras a la vista de muy reducidas personas, fue para ellos un cambio inusitado el pasar a ser parte de museos bien iluminados a la vista de todo aquel que los quisiera ver. Los grandes banqueros que ya las tenían todas de perder, organizaron manifestaciones de tipo simbólicas en las que encapuchados (nunca se supo quiénes eran), salían por las calles en una procesión por demás grotesca en la que se azotaban la espalda con billetes atados a la punta de una soga. Por suerte y para bienestar de los espíritus sensibles, no se hacían daño alguno. Se los consideraba personajes locos (toda ciudad debe tener sus locos), y eran tres. ¿Quién hubiera dicho que eran tan pocos los grandes banqueros? Y de grandes nada… eran bastante pequeñitos y rechonchos.

Para esos momentos mi ciudad ya se encontraba todita cambiada. En su geografía, y en sus gentes. En sus ritmos, y en cómo se la respiraba. En su clima, y sus disposiciones. En fin: en las maneras de habitarla. Sería ejercicio vano el enumerarle todos los cambios que ha habido en ella por varias razones. La revolución ciudadana fue de tal magnitud, que es tarea ímproba y titánica para un joven como yo el mencionarlos todos. Figúrese usted, leyente, que fueron cambios insólitos, y de una profundidad que tocó hasta el más mínimo detalle. Podría dedicarle páginas a cómo cambiaron las arquitecturas de los hormigueros en las plazas, sólo para darme cuenta que voy a contratiempo porque todavía resta hablar de los diferentes pastos que cubrieron “veredas” y “calles” (palabras consideradas arcaicas), o también de los nuevos bancos de sangre construidos en acuerdo con los mosquitos para que estos dejaran de molestar en verano y picar a la gente.  Debo decir que se comportaban muy ordenadamente para recibir su alimento. Entraban en fila y no había ni uno que se colase. También me tocaría perorar sobre cómo dejaron de existir desniveles con los cuales antaño las gentes tropezaban, o cómo las abejas se amigaron con la gente y nos regalaban su miel motu proprio, y de cómo los pájaros se cuidaban de dónde cagar para que así ninguna persona tuviese la ingrata sorpresa de ser ensuciado por excremento cuando no lo quería así. Y etcéteras, y etcéteras, e incluso etcéteras a los etcéteras. La otra razón (sé que le dije a usted señor lector, que eran varias, pero tendrá que contentarse con dos); es que ahora me encuentro más ocupado y entretenido en habitar la ciudad que en hablar de ella.

Pues bien, como me había adelantado el viejito visitante hacia el principio de su aparición y compañía; su estadía conmigo sería sucinta. Y una vez hubieron operado los cambios que narré acerca de la ciudad, me comentó al paso, sin conferirle mayor importancia, que debía irse. Y así también ocurrió que se fue sin mayor ceremonia. No confundir con abandonar, puesto que tras de sí, me había dejado una ciudad a la que estimaba y quería. ¡Oh, viejito visitante: viniste de otro tiempo; de un tiempo pasado para enseñarme a habitar mi propio tiempo!

“Pues bueno hombre, como habrá adivinado, debo ahora irme”. “¡Oh! Qué lástima de verdad… pero diga ¿volverá usted a visitarme?”, “quién sabe… por lo pronto puedes tú visitarme a mí.”. “Lo haré. Debo decirle que su visita ha sido de las más agradables.”. “Pues bien; dejo ya de dictarle, no vaya a ser cosa que se vuelva tarea ardua y yo compañía aburrida. Adiós.”. Y comenzó a caminar calle abajo por mi barrio. Hubo caminado unos cinco pasos cuando al trote me le acerqué porque había olvidado decirle algo. “Oiga viejito”, le dije. “Olvidé decirle algo…”. Me le arrimé y lo abracé con cariño e intensidad. Sabía que abrazándolo no se me iba a escapar al menos por unos segundos. Los abrazos, son de alguna manera, máquinas fotográficas. Él también me abrazó. En la cercanía del abrazo, en la cercanía de su oreja y mi boca le dije lo que había olvidado decirle. Más bien se lo dicté. Y se perdió en la noche; se perdió el susurro en la confidencia. Fue algo breve y conciso. No recuerdo bien qué. Un monosílabo, algo así como…

Fin.

A Macedonio Fernández.

El baile

El tiempo sigue y sigue, y el tiempo pasa y pasa.

Tal parece que a él todo lo persigue.

El tiempo lidera; y todas las cosas van detrás de él como en hilera.

Muy cerca, casi casi que yendo con él.

Pero el tiempo lidera.

Y como en un baile nos agarra pa’ enseñarnos a dónde ir, de las caderas.

Y el tiempo sigue y sigue, y el tiempo pasa y pasa.

Y quien lo pueda bailar al compás, en el propio tiempo se convertirá.

Pero quien crea poderlo bailar al compás, desconoce que en el baile manda uno sólo y pare de contar.

 

Y el tiempo es música y bailarín en un mismo movimiento.

Y todo el resto se agarra de él.

Queremos ir a su ritmo. Pero desconocemos cómo sigue.

Queremos que se suelte de nuestras caderas y aferrarnos nosotros a las de él.

Queremos comandarlo.

Pero en cuantito más nos acercamos, trastabillamos, porque de repente… ¡Un cambio repentino!

Él un paso hacia adelante, nosotros uno hacia atrás ¡Qué desatino!

Queremos convertirnos en música y bailarín.

Pero vamos detrás por un pelín.

Habida cuenta que no nos podemos convertir en él…

¿Qué podremos hacer?

¿Y si nos desenganchamos?

¿Si nos libramos de sus manos que nos enseñan hacia dónde ir; hacia dónde movernos?

Pues entonces se irá a buscar a otro, porque el tiempo es un bailarín requerido.

Y nos quedamos desolados. Desconocemos la música.

Mientras todos bailan, bien o mal, nosotros nos quedamos quietecitos.

Y entonces nos mandamos a guardar, porque nos damos cuenta que el resto impasible a nuestra actitud rígida, lo sigue bailando; bien o mal.

Y si no nos podemos disfrazar de música y de tiempo: si no nos podemos transformar ni en ella ni en él, tampoco podemos deshacernos de sus lazos y hacerlo desaparecer.

Porque la música y los bailarines continúan, valga la paradoja, inamovibles en su elección de danzar.

¿Y entonces qué hacer?

¿Y si lo mandamos a callar?

¿Y si de un solo gesto hacemos que música y danza se transformen en quietud y en freno?

Y nos esforzamos por hacer de lo que se mueve una escultura; y de lo que suena un silencio.

Nos decimos: Ahora… ¡Ahora!; con ánimos de pararlo.

Pero todo en vano…

Al cabo el ahora se ha transformado en recién.

Y más rato se transformará en antaño.

Y otrora también dijeron ahora.

 

Pero el tiempo sigue y sigue, y el tiempo pasa y pasa.

Tal parece que a él todo lo persigue.

El tiempo lidera; y todas las cosas van detrás de él como en hilera.

Muy cerca, casi casi que yendo con él.

Pero el tiempo lidera.

Y como en un baile nos agarra pa’ enseñarnos a dónde ir, de las caderas.

Y el tiempo sigue y sigue, y el tiempo pasa y pasa.

Y quien lo pueda bailar al compás, en el propio tiempo se convertirá.

Pero quien crea poderlo bailar al compás, desconoce que en el baile manda uno sólo y pare de contar.