Le boucher (1970). Lectura.

La película empieza con una banda sonora tétrica, que suena por encima de imágenes de la caverna con estalactitas donde Hélène (Stéphane Audran), llevará a los niños en la excursión. Allí donde inmediatamente después de salir de la caverna, encontraran entre la profesora y los niños el cuerpo muerto de la mujer recientemente casada. Desde las primeras imágenes estamos sumergidos a tiempos pretéritos; que desconocían la modernidad. En la caverna hay dibujos hechos con sangre por hombres y mujeres cromañones. Las letras de los créditos con los cuales se inicia la película, parecen ser hechas a crayón, con un color rojo sangre, por un trazo errático, maniático. La figura de la caverna quizás nos haga pensar en aquello que se encuentra por debajo del llano suelo en donde se asientan las ciudades y los pueblos (como el de la película); quizás nos haga pensar en lo oscuro y escondido.

Lo escondido, lo incierto, son protagónicos en la película, y en los personajes (también ellos protagónicos) de Hélène y Popaul (Jean Yanne). Sus motivaciones son poco claras, sino imposibles de entender para el espectador. Tan solo contamos con algunas piezas clave de información desarticulada, que atraviesa los discursos de sus personajes: Popaul odia a su padre, y estuvo 15 años en el ejército; y Hélène es soltera en tanto tuvo una mala experiencia en el amor. El contrapunto de las profesiones y los caracteres de estos dos es notable; Popaul es brusco, algo asqueroso (habla con mucha soltura sus memorias del ejército de cuerpos desmembrados), es ácido, un poco antiguo en sus pareceres (se sorprende porque Hélène maneja un deux chevaux, se sorprende porque ella fuma en la calle); mientras que Hélène es tranquila, suave, dulce. Este contrapunto viene dado por una distinción que creo yo es muy francesa, y es la distinción entre ilustración/barbarie, o cultura/naturaleza; las palabras representativas de estos dos polos pueden ser varias. Es una distinción iluminista en su retrato (más afín a Voltaire que a Rousseau). Digo que es una distinción más afín a Voltaire que a Rousseau, porque parecería ser que la bondad-tranquilidad-frialdad está del lado de la inteligencia mientras que la fogosidad-violencia-brutalidad está del lado de la naturaleza. Sin embargo, Chabrol resulta ser lo bastante justo en su retrato, como para no entrometer juicios morales en su película. De hecho, la moralidad es algo desaparecido. No le interesa lo bueno ni lo malo, tan solo le interesa la exploración psicológica de dos personajes en circunstancias extraordinarias. Y la pureza de estos términos opuestos resulta no ser tal en la película, después de todo, Hélène es capaz de encubrir a un asesino serial, y Popaul es capaz de gestos tiernos para con Hélène, como por ejemplo cuando le regala la pata de cordero que asemeja la forma de un ramo de flores. Leer la película a partir de categorías éticas sería un error.

Claro está, Hélène ocuparía la primera parte de la antinomia, y Popaul la segunda. Creo que el lugar que cada uno ocupa en esta (histórica) oposición, viene a ser verificada por sus caracteres, así como por sus profesiones: Popaul todo él es víctima de algo que se le impone y de sus propios actos —la naturaleza; su padre; la violencia—. Hélène tan solo es victima de lo que escapa a sus actos, de lo que escapa a su voluntad —es víctima de haber sido abandonada por un querido amor—, y a aquello que se escapa a su voluntad, le opone la voluntad como forma de no sufrir: Hélène se ha prometido permanecer sola luego de esa mala experiencia, y lo ha cumplido durante diez años.

Popaul se reconoce tonto y básico. Por ejemplo cuando por primera vez visita a Hélène en su casa, y planean ir al cine. Popaul pide no ir a ver una película de guerra: “sería tonto si me divirtieran esas películas. Estuve 15 años en la guerra”, “¿Por qué se quedó en el ejército?” pregunta Hélène, “Justamente porque era tonto” responde Popaul. Y casi pareciera que la figura de Hélène resulta inalcanzable para él, y toma la forma de una estatua majestuosa con la frente en alta. Cuando Hélène realiza el dictado a su clase de unos pasajes de Balzac, y Popaul la mira por la ventana del colegio, el primer plano de la cara de ella, con un semblante rígido, nos habla de su grandeza a los ojos de Popaul; ella dicta y pareciera ser que las palabras dictadas se refieren a ella: “(…) una expresión poética, de la cual emanaba un aire de grandeza, una firmeza majestuosa y un sentimiento profundo como para impresionar a las personas de mente vulnerable.”. ¿Quiénes son esas personas de mente vulnerable? ¿Popaul? ¿Los espectadores?

Popaul, antes de la confesión final a Hélène ya adelanta su culpabilidad de manera sutil. Cuando la va a visitar, llevando el frasco de las cerezas en brandy, en un momento dice: “(…) No, soy un completo y verdadero bruto. Los pobres niños… y pobre señor Hamel. ¡Es terrible!”. Al seguir inmediatamente a su autoafirmación como bruto, el apiadarse de los niños, Popaul establece una relación entre su brusquedad (en el sentido de imbecilidad) y el mal causado a los niños. Parecería que existe una relación entre la brutez y la capacidad de causar mal.

En la confesión de Popaul a Hélène —no deja de ser significativo que lo haga en el aula donde ella da clases— Popaul afirma no poder detenerse. Y este no poder detenerse es a lo que hacía alusión anteriormente cuando comentaba que Popaul era victima de cosas que se le imponían. Inclusive sus propios actos se le imponen. La tragedia de Popaul es solo poder hacer lo que odia: ser carnicero como su padre a quien odia; ir a la guerra y estar en el ejercito al cual odia. La tragedia de Popaul es que al no poder acabar con aquello que odiaba, encarnó aquello que odiaba para poder acabarlo; acabó con él quien era una manifestación y un catalizador de todo aquello que odiaba.

En el diálogo que tienen mientras van en el auto, una vez que Popaul ya se acuchilló a si mismo, él le dice: “Sé mucho acerca de la sangre. He visto mucha… sangre desparramada… usted me hace olvidar.”. Popaul solo puede hacer lo que sabe, y él odia lo que sabe, pero Hélène, su amor, lo hace olvidar. El amor, uno de los grandes misterios, quizás tenga la posibilidad de curarlo… pero al no poder hacer lo que sabe —matar—, sobre ella, tan solo puede hacerlo consigo mismo, y así es que se mata. El amor nos desplaza de aquel universo de lo que sabemos hacer para sumergirnos en la extrañeza de la novedad que siempre es el amor.

Una vez ya en el hospital, lo suben en camilla por un ascensor. Hay un cartel en el ascensor que titila con luz roja “ocupado”. Hélène lo mira sin desprenderse de él. El cartel deja de latir como el corazón de Popaul, y ya no está ocupado. Popaul muere. La expresión de Hélène es impertérrita. No se sabe qué emoción encarna su mirada. Tan solo podemos saber que su historia con Popaul no ha pasado desapercibida por ella, a juzgar por su mirada absorta. Hélène termina sola, como ella había manifestado querer estar. Los deseos son un misterio hasta para los mismos protagonistas y a menudo se vuelven sobre ellos.

Casuística de los escritores unidimensionales, o: de la casi infructuosa distinción entre estilo y contenido.

¿Cómo encontrar la manera en que el estilo se acomode al contenido en la escritura, sin que ninguna de las dimensiones reniegue de su contraparte? Conozco el caso, por ejemplo, de un muchacho que intentó escribir personajes inteligentes. Tan inteligentes los intentó escribir que ocurrió que estos comenzaron a renegar de lo que el muchacho les quería hacer decir. Sucedió que estos personajes empezaron a escribir a su escritor. Peleándole, diciéndole al oído “no, no y no. Fíjese que yo no diría tal cosa. Más bien diría esta otra…” y así. El muchacho se prometió nunca más intentar escribir este tipo de personajes, reñidores de carácter. Su estilo era más bien seco, pero sus personajes empezaron a terciar por un mayor protagonismo de ciertas formas ampulosas y florituras marginales. Al final el asunto entre escritor y personajes terminó con una huelga de sus personajes, quienes comenzaron a actuar tontamente. El escritor terco siguió adelante con su escritura. El resultado fue un texto desfachatado, bastante incómodo y con problemas de convivencia.

Conozco el caso también de una joven escritora que queriendo hacer una pequeña novela de época —argentina del siglo XIX creo que era— y sabiéndose ignorante de tal época, optó por abarrotar sus páginas de descripciones espaciales y de objetos de aquel tiempo. Se empeñó en un estilo tan objetivo, que su novela terminó pareciéndose a un catálogo de subastas especializado. Y como los objetos no piensan, ni se mueven por sí solos, ni mucho menos hablan, la novelita terminó siendo un conjunto amuchado de cosas juntando polvo y pelusas en habitaciones vacías de personas. Sin olvidar ella las vestimentas, ocurrió que no teniendo personajes y personajas que las cargaran, las mismas, sin fuerzas para abrir una cómoda, o poner en uso unos cuchillos y tenedores, decidieron guardarse bien dobladitas en un armario. Al final, lo que quedó del escrito pudo leerse de la siguiente manera: “En una habitación así y asá, donde había tal y cual cosa, que se encontraban dispuestas por allá y acullá, ocurrió que no ocurrió nada.”.

Tengo por caso el de un viejete poco espontáneo que renegaba con la polisemia del lenguaje. Un señor que decía y se desdecía constantemente. “Un pasito pa’lante y otro pa’tras” como dice la canción. Se decidió a escribir algo en clave de humor, pero temiendo la confusión del lector, explicaba todos sus chistes y agudezas. Era un viejete muy grave y deseaba ser tomado en serio; deseaba que lo lean con el semblante de un mateador atribulado. Su intento de humor fue lamentable porque abundaba en su búsqueda de claridad. Era un tartamudo contando un chiste de “mamá, mamá”. Le tomaba unas páginas escribir algo gracioso y unas cuantas más deshilvanar la gracia para que no haya lugar a dudas. Si se lo escuchaba hablar —y a menudo uno escribe como habla— introducía sus intentos de hacer reír diciendo: “atención que voy a contar un chiste”.

A lo escrito con anterioridad inmediata se le opone una circunstancia antinómica. Es el caso de quienes en demasía se revuelcan en el humor. O se tropiezan una y otra vez con él. Es una posición cómoda pero peligrosa la del humorista recalcitrante. Más aún, a menudo cómoda en la incomodidad. Suelen ser escritores de las alturas porque el humor lo sobrevuela todo, a veces sin nunca aterrizar. El humor sirve pa’ que duela menos, pero a veces hace que nunca deje de doler. Se ríe de la caída porque anda a paso suelto y despreocupado. Conocí a un hombre que se reía de todo y su escritura poco más hacía uso de otro recurso que el monosílabo “ja, ja, ja”. Le pregunté: “oiga usted, que se ríe a mandíbula desencajada ¿acaso no sabe llorar?” Me confesó que en su risa, en su respuesta orgánica al humor, a menudo oía un llanto. Y en oyendo esta terrible semejanza, se mandaba al silencio. Me presentó una vez un borrador suyo y lo que pude leer fue lo siguiente: “Ja, ja, ja, ja, jua, jua, jua, jjjjjj, jjjjj, ¡mua! ¡muaaaaaa! ¡muaaaa! Ja, ja, ja, mmmmm, mmmaaa, ¡mamáaaaaaa! ¡mamáaaaaaaa!

A riesgo de aburrir o cansar al lector —y aprovecho la oportunidad que me es servida para mencionar otro caso de  deformación unidimensional: se trata del escritor que tiene siempre presente en su escritura a un lector virtual—, detendré la enunciación de casos aquí. Enumeración que si de un criterio de exhaustividad se tratase, cumpliría con su propósito, pero de una manera accidentada en cuanto exhaustaría antes al lector que los ejemplos.

Todos estos escritores y escritoras he sido y son yo.

La escueta pregunta que principió este texto fue un esfuerzo por desentrañar en qué consiste la armonía y consistencia de un texto literario. La armonía sugiere que no hay espacio para la unidimensionalidad. Una escritura unidimensional puede serlo en varias direcciones, como los casos esbozados se encargan de apuntar. Puede ser una escritura del género; una escritura del arquetipo (pecado que un poco he cometido en el presente texto); una escritura con un claro protagonista. Una literatura del plan “A” también cabría agregar en este conjunto.

Por supuesto que la distinción entre contenido y estilo es una diferenciación momentánea, puesto que en la manifestación material y en la ejecución, ellos dos aparecen juntos e inseparables. La distinción es la división momentánea de dos imanes en un espacio reducido que a fuerza de unas manos entrometidas son separados para volverse a juntar en cuanto dichas manos desaparecen. Contenido y estilo es el amor estrujado en abrazos de una pareja en una cama. Inclusive se hace difícil, si no imposible, pensar si hay alguno que comande al otro y por ello, uno de los dos sea consecuente del otro. Digamos que estilo y contenido es un vehículo de doble volante, o timón; por tierra, agua y aire la escritura vive y se traslada.

Insistiendo en que es posible hacer una distinción, a menudo me encuentro bajo la impresión que cuando leo contenido leo algo y cuando leo estilo leo a alguien. Quizás la diferenciación entre algo y alguien venga de la diferencia entre objeto y sujeto, y la mayor manipulabilidad que existe sobre el primero y la menor sobre el segundo. Si de una metáfora del mundo físico se tratara, diría que la manipulabilidad del objeto remite a unas manos asiendo un sólido, y la del sujeto —o el estilo— a un líquido que se escurre por entre los dedos transpirando por las porosidades del tejido que es la piel. El mundo del contenido, o del objeto, es preexistente al del sujeto, mientras que el mundo de este último, o del estilo, nace con el nacimiento y muere con la muerte. La manifestación metafórica, —visual y táctil— que di sobre el objeto más arriba —o que di más abajo, según se tenga la concepción de que la escritura se construye desde lo bajo hacia lo alto o viceversa—; aquella metáfora sobre las manos asiendo un sólido fue hecha también en vistas a pensar la transferibilidad de un cuerpo solido de una persona a otra. Como si de un juego de pasar la pelota en una ronda se tratara; rastrear esta última es mucho más sencillo y palpable que si de rastrear el líquido (o el estilo) fuera. El contenido, como aquello que preexiste al sujeto es mucho más verificable en su genealogía y orígenes que aquel mundo del estilo que nace y muere en el espacio de una vida. Estilo y contenido son coetáneos mas no contemporáneos. Como el contenido en cierto sentido por su carácter de pre existencia tiene una maduración previa a su contraparte, esta última debe a menudo luchar por la maduración y el alcance de aquella. A riesgo de confundir (me y le), es preciso señalar que la relación que indico, es una relación de antecedente cronológico; mas no de antecedente y consecuente. Porque como he señalado con anterioridad, en su existencia verificable, ellos dos son coetáneos y no existen el uno sin el otro. Son soportes de soportes. Aunque pueda ocurrir, como mostré en el catálogo de casos, que entre ellos no se soporten y renieguen de su adyacente. Contenido y estilo no existen sin el otro por la sencilla razón de que no existe objeto sin dirección y no existe dirección sin objeto.

A riesgo de agregar más de la cuenta —la adición se transforma en sustracción en cuanto transgrede los límites prudentes de la necesidad— lo dejemos aquí. Contenido y estilo es una adición de dos términos: en donde contenido es 1 y estilo es 1, y 1 + 1 = 1.