La película empieza con una banda sonora tétrica, que suena por encima de imágenes de la caverna con estalactitas donde Hélène (Stéphane Audran), llevará a los niños en la excursión. Allí donde inmediatamente después de salir de la caverna, encontraran entre la profesora y los niños el cuerpo muerto de la mujer recientemente casada. Desde las primeras imágenes estamos sumergidos a tiempos pretéritos; que desconocían la modernidad. En la caverna hay dibujos hechos con sangre por hombres y mujeres cromañones. Las letras de los créditos con los cuales se inicia la película, parecen ser hechas a crayón, con un color rojo sangre, por un trazo errático, maniático. La figura de la caverna quizás nos haga pensar en aquello que se encuentra por debajo del llano suelo en donde se asientan las ciudades y los pueblos (como el de la película); quizás nos haga pensar en lo oscuro y escondido.
Lo escondido, lo incierto, son protagónicos en la película, y en los personajes (también ellos protagónicos) de Hélène y Popaul (Jean Yanne). Sus motivaciones son poco claras, sino imposibles de entender para el espectador. Tan solo contamos con algunas piezas clave de información desarticulada, que atraviesa los discursos de sus personajes: Popaul odia a su padre, y estuvo 15 años en el ejército; y Hélène es soltera en tanto tuvo una mala experiencia en el amor. El contrapunto de las profesiones y los caracteres de estos dos es notable; Popaul es brusco, algo asqueroso (habla con mucha soltura sus memorias del ejército de cuerpos desmembrados), es ácido, un poco antiguo en sus pareceres (se sorprende porque Hélène maneja un deux chevaux, se sorprende porque ella fuma en la calle); mientras que Hélène es tranquila, suave, dulce. Este contrapunto viene dado por una distinción que creo yo es muy francesa, y es la distinción entre ilustración/barbarie, o cultura/naturaleza; las palabras representativas de estos dos polos pueden ser varias. Es una distinción iluminista en su retrato (más afín a Voltaire que a Rousseau). Digo que es una distinción más afín a Voltaire que a Rousseau, porque parecería ser que la bondad-tranquilidad-frialdad está del lado de la inteligencia mientras que la fogosidad-violencia-brutalidad está del lado de la naturaleza. Sin embargo, Chabrol resulta ser lo bastante justo en su retrato, como para no entrometer juicios morales en su película. De hecho, la moralidad es algo desaparecido. No le interesa lo bueno ni lo malo, tan solo le interesa la exploración psicológica de dos personajes en circunstancias extraordinarias. Y la pureza de estos términos opuestos resulta no ser tal en la película, después de todo, Hélène es capaz de encubrir a un asesino serial, y Popaul es capaz de gestos tiernos para con Hélène, como por ejemplo cuando le regala la pata de cordero que asemeja la forma de un ramo de flores. Leer la película a partir de categorías éticas sería un error.
Claro está, Hélène ocuparía la primera parte de la antinomia, y Popaul la segunda. Creo que el lugar que cada uno ocupa en esta (histórica) oposición, viene a ser verificada por sus caracteres, así como por sus profesiones: Popaul todo él es víctima de algo que se le impone y de sus propios actos —la naturaleza; su padre; la violencia—. Hélène tan solo es victima de lo que escapa a sus actos, de lo que escapa a su voluntad —es víctima de haber sido abandonada por un querido amor—, y a aquello que se escapa a su voluntad, le opone la voluntad como forma de no sufrir: Hélène se ha prometido permanecer sola luego de esa mala experiencia, y lo ha cumplido durante diez años.
Popaul se reconoce tonto y básico. Por ejemplo cuando por primera vez visita a Hélène en su casa, y planean ir al cine. Popaul pide no ir a ver una película de guerra: “sería tonto si me divirtieran esas películas. Estuve 15 años en la guerra”, “¿Por qué se quedó en el ejército?” pregunta Hélène, “Justamente porque era tonto” responde Popaul. Y casi pareciera que la figura de Hélène resulta inalcanzable para él, y toma la forma de una estatua majestuosa con la frente en alta. Cuando Hélène realiza el dictado a su clase de unos pasajes de Balzac, y Popaul la mira por la ventana del colegio, el primer plano de la cara de ella, con un semblante rígido, nos habla de su grandeza a los ojos de Popaul; ella dicta y pareciera ser que las palabras dictadas se refieren a ella: “(…) una expresión poética, de la cual emanaba un aire de grandeza, una firmeza majestuosa y un sentimiento profundo como para impresionar a las personas de mente vulnerable.”. ¿Quiénes son esas personas de mente vulnerable? ¿Popaul? ¿Los espectadores?
Popaul, antes de la confesión final a Hélène ya adelanta su culpabilidad de manera sutil. Cuando la va a visitar, llevando el frasco de las cerezas en brandy, en un momento dice: “(…) No, soy un completo y verdadero bruto. Los pobres niños… y pobre señor Hamel. ¡Es terrible!”. Al seguir inmediatamente a su autoafirmación como bruto, el apiadarse de los niños, Popaul establece una relación entre su brusquedad (en el sentido de imbecilidad) y el mal causado a los niños. Parecería que existe una relación entre la brutez y la capacidad de causar mal.
En la confesión de Popaul a Hélène —no deja de ser significativo que lo haga en el aula donde ella da clases— Popaul afirma no poder detenerse. Y este no poder detenerse es a lo que hacía alusión anteriormente cuando comentaba que Popaul era victima de cosas que se le imponían. Inclusive sus propios actos se le imponen. La tragedia de Popaul es solo poder hacer lo que odia: ser carnicero como su padre a quien odia; ir a la guerra y estar en el ejercito al cual odia. La tragedia de Popaul es que al no poder acabar con aquello que odiaba, encarnó aquello que odiaba para poder acabarlo; acabó con él quien era una manifestación y un catalizador de todo aquello que odiaba.
En el diálogo que tienen mientras van en el auto, una vez que Popaul ya se acuchilló a si mismo, él le dice: “Sé mucho acerca de la sangre. He visto mucha… sangre desparramada… usted me hace olvidar.”. Popaul solo puede hacer lo que sabe, y él odia lo que sabe, pero Hélène, su amor, lo hace olvidar. El amor, uno de los grandes misterios, quizás tenga la posibilidad de curarlo… pero al no poder hacer lo que sabe —matar—, sobre ella, tan solo puede hacerlo consigo mismo, y así es que se mata. El amor nos desplaza de aquel universo de lo que sabemos hacer para sumergirnos en la extrañeza de la novedad que siempre es el amor.
Una vez ya en el hospital, lo suben en camilla por un ascensor. Hay un cartel en el ascensor que titila con luz roja “ocupado”. Hélène lo mira sin desprenderse de él. El cartel deja de latir como el corazón de Popaul, y ya no está ocupado. Popaul muere. La expresión de Hélène es impertérrita. No se sabe qué emoción encarna su mirada. Tan solo podemos saber que su historia con Popaul no ha pasado desapercibida por ella, a juzgar por su mirada absorta. Hélène termina sola, como ella había manifestado querer estar. Los deseos son un misterio hasta para los mismos protagonistas y a menudo se vuelven sobre ellos.